Òscar Broc, colaborador de la sección EL COMIDISTA del diario EL PAÍS, ha escrito un interesante artículo sobre la comida que se elabora en los fogones de las cocinas que IKEA tiene en España. Para Òscar Broc el mejor plato que degustó durante su experiencia gastronómica fue el CODILLO, receta inventada por el jefe de cocina del restaurante ubicado en Arroyo de la Encomienda (Valladolid). El plato ha sido un éxito desde que fue incluído en la carta y es una de las recetas más vendidas en los restaurantes de la compañía. La multinacional sueca decidió que el CODILLO se incluyera en las cartas de otros restaurantes de la cadena como, por ejemplo, los de Alemania. Lo peor, en opinión de Òscar Broc, los perritos calientes a medio euro y la tarta de chocolate. Aquí tenéis el reportaje publicado en la página web del diario.
"La misión es clara: comer en Ikea y decidir si la pesadilla
es tan cruenta como nos la cuentan. El abanico de posibilidades es
amplio: un menú infantil a base de macarrones con salsa de ¿tomate?,
rollitos de salmón, bandejas con más salmón tieso como Walt Disney,
aperitivos de gambas, ensalada de pollo con cosas… ¡hay hasta albóndigas
vegetarianas! No obstante, vengo a probar los clásicos de la casa, los
oldies que siempre pide la pista de baile. Todos sabemos que Ikea no es precisamente célebre por la
exquisitez de sus ofrecimientos culinarios. Pero desde 2013, año en que
se aireó la detección de bacterias fecales en sus pasteles de chocolate y
ADN equino en sus albóndigas, la multinacional sueca ha alimentado las
pesadillas del planeta gastronomista con más dedicación que Freddy
Krueger. Los precios ultracompetitivos de algunos de sus productos
tampoco han contribuido precisamente a generar confianza. ¿Quién en su
sano juicio se zamparía un hot-dog que cuesta menos que un paquete de
chicles?
La comida más barata que se puede comer en IKEA es el hot dog. |
Pues yo. Y seguramente muchos lectores. La pregunta pierde
su aplastante lógica cuando accedes a la dimensión paralela de la
tienda. Dentro de IKEA tu dignidad de comensal se volatiliza, eres capaz
de digerir cosas que jamás se te ocurriría probar fuera de sus paredes.
Sus celebérrimos perritos calientes, por ejemplo, te llamarán como
cantos de sirena. O te atas a una Benno como Ulises al mástil, o
acabarás comprando un hot-dog de la casa a 1 € sin saber cómo has
llegado al mostrador. Un pestañeo más y tendrás en la mano un bollito
reseco, incapaz de contener una salchicha flácida, tibia, atiborrada de
copos de cebolla frita que parecen caspa y coronada por dos lonchas de
pepinillo revenido.
Inundo al pequeño bastardo con un chorro industrial de
mostaza y lo engullo sin preguntarme por los decenios que lleva esa
salchicha en remojo, por los potenciadores de sabor o por las paladas de
sal y grasa de este prodigio de la comida procesada. Sencillamente,
disfruto con un pecado culpable. En plena fiebre por la comida
hipersaludable, engullir este petardo de colesterol es un acto de
subversión que sienta hasta bien. Bueno, quizás “sentar bien” no es la
expresión más adecuada...
Subimos al restaurante, basta de juegos. He arrastrado a un
compañero de trabajo conmigo: necesito músculo para el codillo. La
planta es un avispero. Aunque la decoración intenta evocar un ambiente
colorista y familiar, el aura de comedor soviético es intimidante: si
los cocineros lanzaran el puré a las bandejas desde el otro lado del
mostrador con una botella de Stoli en la mano, no me sorprendería.
Llevamos 25 minutos de cola. Parejas al borde de la ruptura,
resoplidos, codazos intercostales, carros extraviados, niños gritando...
Estamos dispuestos a soportar el vía crucis, porque al final del
calvario nos espera la recompensa. Se llaman Köttbullar y son unas
albóndigas suecas que la camarera cuenta minuciosamente, mientras un
afluente de sudor por el que podría surfear un hámster le recorre la
pechera. 15 bolas de ¿carne? directas al plato. Un Everest de puré de
patata recalentado que quizás fue cremoso en otra era. Mermelada de
arándanos que dejarás intacta en el plato, y lo sabes. Y, para rematar,
un lago marrón de salsa de carne en el que se ahogan todas mis
esperanzas de esquivar el cólico…
Las albondigas son el plato estrella de IKEA. |
Si buscas sutileza a 6 euros el plato, te has equivocado de
chef. Estas albóndigas pertenecen a una galaxia a años luz del planeta
Esponjosidad: son pelotitas masticables de chicha que saben a pienso de
cafetería de cadena de televisión. Necesito asfixiarlas en puré y salsa
para que me recorran el gaznate sin causar estragos. A la quinta
albóndiga, algo se rebela en mi organismo. Se está formando una masa de
alta densidad en mi estómago. Decido que es hora de pasar al otro plato
estrella de IKEA, no sin cierto nerviosismo: hay muchas ilusiones
puestas en el salmón con salsa holandesa.
Ilusiones que se truncan en cuanto intento masticar al
aderezo de verduras que lleva el pescado, una masa gomosa de vegetales
que parece relleno de almohada y me obliga a abalanzarme sobre la
inundación de salsa holandesa que hay al otro lado del plato en busca de
sabor.
Dice Anthony Bourdain que a las bacterias les pirra la
salsa la holandesa, pero ni siquiera sus advertencias impiden que
sumerja en el charco amarillento un pedazo de salmón tibio (o mejor
dicho, casi frío) que, sinceramente, sabe a colchoneta y esta demasiado
cocinado. Consigo devorar la mitad del pescado y opto por parar antes de
que mis lacrimales empiecen escupir salsa holandesa como mangueras
fuera de control. Todo para llegar a este momento.
El codillo asado de la casa es la razón por la que he
engañado a un pobre diablo para que me acompañe a Ikea a comer. Este
plato es a IKEA lo que el Big Mac a McDonald’s. Un cartel indica que nos
enfrentamos la pieza más vendida del restaurante y lo certifico in situ:
una de cada tres bandejas carga con un trozo de gorrino palpitante. Por
siete euros te encasquetan un rollizo brazuelo que descansa sobre un
manto de patatas fritas. La visión inquieta: ese pedazo de carne es para
los auténticos héroes, y algo me dice que voy a quedarme tocando la
última canción mientras este Titanic se hunde.
El codillo se vendió por primera vez en la tienda de Valladolid. |
Pero…¿qué ironía es esta? ¿Síndrome de Estocolmo en un
restaurante sueco? Por alguna razón estoy disfrutando con esta carne
macilenta, morada, revestida de una segunda piel de pringue aceitoso que
reflejaría la osa mayor en campo abierto. Parece que la han asado bien,
el material está tierno, que ya es mucho. 7 euros el plato. Bien.
Mientras hundo los caninos hasta tocar hueso, observo las
bandejas que la gente va dejando al irse y en todas ellas parece que el
codillo ha pasado por una bañera de pirañas famélicas: solo se aprecian
huesos prístinos, sin rastros de carne; los comensales, abatidos por una
jornada salvaje de compra de muebles que después tendrán que montar,
pulen ese codo porcino como si fuera un trabajo de ebanistería.
Observo la carnicería, participo de ella. Detritos cárnicos
se aferran a mi barba, y mi nariz gotea grasa. Estoy en semitrance:
tengo visiones de elfos oscuros, vikingos bailando desnudos y cubiertos
de sangre en los fiordos. Una empleada me comenta que hay gente que solo
va a Ikea a comer ese codillo.
Toca poner fin al ritual y me cierno sobre uno de los ítems
más temidos de la casa: un pastel de chocolate que tendrá que soportar
chistes escatológicos sobre bacterias fecales durante centurias. No
obstante, a este pastel hay que temerlo por otra razón: las toneladas de
azúcar que lleva. Es un dulce correoso, denso, con caramelo, almendras y
un crujiente en la superficie que te machaca la quijada. Mis muelas se
estremecen ante el aluvión de sacarosa. Además, este triángulo
hipercalórico viene acompañado de un digestivo infalible a modo de
extra: un bombón de chocolate.
Los vapores de cocina industrial y el sabor de la comida me
retrotraen a mis días de media pensión en la escuela. La comida de IKEA
es lo más parecido a la manduca de los colegios (o al recuerdo que yo
guardo de ella). Vivo la experiencia con una mezcolanza de pavor y
nostalgia: por momentos, siento la presencia amenazante de la señu,
pillándome mientras deslizo un par de albóndigas en el bolsillo del
uniforme escolar.
Dicen que es comida de guerrilla a precios de crisis, pero
un plato de codillo, un refresco y un pastel rondan los 10 euros, y
podría enumerar montones de restaurantes con menús mediodía a 12 euros
infinitamente mejores y más variados. Son los misterios de IKEA; todos
nos estremecemos con las historias de miedo que nos cuentan de su
restaurante, pero todos dejamos el hueso de su codillo como si le
hubiera pasado una pulidora industrial. Salgo del recinto, miro hacia
delante cuando paso por el mostrador de los hot-dogs, pero no puedo
evitar salir a la calle con una bolsa de cebolla frita y unos bizcochos
de chocolate. Ni siquiera sé cómo han terminado en mis manos. No me lo
pregunto. No miro atrás. Simplemente huyo.